Lo más genuino de la
filosofía política de Kant proviene del enlace que establece entre la facultad
del juicio (estético) y la voluntad (moral), guiada exclusivamente por la razón
universalista. No es un vínculo fácil de establecer a primera vista. En primer
lugar, es una auténtica exigencia de carácter político que los juicios de gusto
(en contra de las apariencias más elementales) no sean arbitrarios o
subjetivos. Intuimos que la belleza es tanto más auténtica en tanto se halla
acreditada en cuanto cualidad pública; o dicho de otro modo, la belleza sólo se
predica de modo apropiado o significativo de un mundo que compartimos como dato
objetivo.
Es más, este carácter objetivo se pone especialmente de
relieve a través de la actividad del juicio, pues sólo ella admite la facultad
de mostrar la realidad de un modo independiente a la utilidad y a los intereses
particulares de los individuos que actúan en
y sobre él : “El gusto juzga al mundo
en sus apariencias y en su mundanidad; su interés en el mundo es puramente
“desinteresado”.[1]
Y en ese “desinterés” pueden cifrar los juicios de gusto una pretensión de
universalidad “gratuita” –abierta y tolerante-, basada en la expectativa de
llegar a un acuerdo persuasivo. Se trata del mismo tipo de cualidades que
habrían de hallarse, desde la perspectiva de la Ilustración, presentes en los
juicios políticos. Kant utiliza a este respecto el término “pluralismo”, que
definió en la Antropología como “aquel modo de pensar que consiste en no
considerarse ni conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero,
sino como un simple ciudadano del mundo”.[2]
Estas mismas propiedades conforman, al fin y al cabo, la
naturaleza propia de la racionalidad
práctica, “entregada” en la filosofía kantiana a la certeza de la esencia
universalista de la razón. Certeza que es, no obstante, de carácter práctico, y
que no admite la presuposición de una verdad completa a la que es proclive el
pensamiento teórico; en su lugar sólo aspira a propiciar un consenso efectivo a
través de los medios de la acción política y ética, tomando en cuenta las
diversa perspectivas de los otros como condición indispensable de su propio
desarrollo. En efecto, la voluntad
trata del deseo (que, como tal,
incluye siempre un horizonte de “irrealizabilidad” o imposibilidad), a
diferencia de la contemplación –teórica-, que requiere una pretensión de
autocerteza permanente:
Los modos de
pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la
perspectiva política, son necesariamente avasalladores: no toman en cuenta las
opiniones de otras personas [la verdad es sólo la verdad], cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo
pensamiento estrictamente político.[3]
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